“Cuando yo muera en alguna parte nacerá un niño,el sol seguirá saliendo, la hierba seguirá creciendo y el arroyo fluyendo” o algo parecido decía una canción o un poema que ya no recuerdo.
No me preocupa la muerte, me preocupa la vida.
No creo en la muerte, la verdad.
La muerte es un mito. Fruto de la vanidad.
Cuando yo muera, no me lloréis. En lugar de ello fijarse, pues ese es un excelente momento para fijarse, en lo que de verdad importa.
Fijaros y comprenderéis que es mucho lo que hay que celebrar, tanto que no vale la pena perder el tiempo en lloros.
Celebrar un nacimiento; que mis ojos vieron la luz del Sol.
Que hubo alguien que me cuido; cambio los pañales y me amamanto. Que el frío no me mato, ni el hambre ni la sed.
Que me encontré días y gentes. Que hubo días que me abrazaron, gente que me abrazo.
Que conozco la noche y sus estrellas. La luz de la luna. Que he vivido el calor del verano, las lluvias del invierno; besado la brisa en primavera. Que me he bañado en las luces del otoño.
Que llevo conmigo, siempre, a todas horas y a donde vaya, todo aquello que he vivido en la soledad de mi vida y en la compañía de infinitas otras vidas, que parecen ajenas, pero entraron en la mía del mismo modo que a veces dejaron a la mía entrar en la suya.
Somos huellas que dejamos al vivir, en vidas que nos viven desde sus propias vidas.
Huellas que no mueren, son como esas hondas que en la serena faz de un lago despiertan la piedrecilla arrojada por la mano de un niño. Ondas que se expanden en busca de un mayor diámetro, aun cuando para ello tengan que perder intensidad hasta volverse invisibles a nuestros ojos ciegos.
Ondas que van saltando de ser humano en ser humano. Alcanzando a uno y a través suyo a otro y entonces a otro más y...
Gentes que jamás supieron que existo, gentes de cuya existencia no tengo noticia siguen vivos, hoy, en la huella que han dejado, directamente o a través de otros, en las personas que conozco y que directamente conviven conmigo haciendo posible que mi vida sea la que es y valga lo que vale.
Vivimos en el recuerdo de aquellos que nos recuerdan, es cierto. Pero aun vivimos más en la huella que les dejamos en sus vidas, que pasan a formar parte de la suya y por lo tanto de sus propias huellas. Incluso cuando ya nadie ni nada nos recuerde seguiremos vivos, en la vida de los vivos.
… Por eso nadie muere jamás. No al menos del todo. No hay forma.
La muerte no es más que ese momento en el que la tarea de recibir y dar termina. Ese momento a partir del cual las huellas que hemos dejado son todas las huellas que fuimos capaces de dejar. Y, ya nada las puede borrar.
Somos el fruto de infinitas vidas ajenas y no solo de la nuestra; pero por ello mismo, esas vidas, no pueden ser nunca del todo ajenas. Lo mismo les pasa y pasara ya a infinitas vidas ajenas, que son en parte fruto de la nuestra.
Cada vida es un eslabón de infinitas dimensiones en la cadena infinita de la vida.
Por eso...
Cuando muera, no hagáis el tonto. Y...
¡En vez de llorar mi muerte, celebrad mi vida y la vuestra!