Hubo una vez un niño que soñaba con ser arquitecto, lo conozco bien ya que ese niño era yo, pero no construir edificios si no con construir ciudades enteras. Tengo entendido que hay hasta una especialidad de la arquitectura que realmente se ocupa de ello; pero yo eso entonces lo desconocía, me bastaba con saber lo que quería hacer, y uno de mis juegos preferidos de entonces era precisamente salir al arroyo que había frente a la casa, tomar barro y con ese barro construir edificios entre los cuales marcaba las calles y con pequeños trozos de palos llenaba esas calles de viandantes que no otra cosa que un ser humano representaba, allí, cada palito, un ser humano ocupado en sus asuntos, caminando por las imaginarias calles de mi imaginaria ciudad.
Fue entonces, una tarde de otoño, ocupado en mejorar mi ciudad de barro, y a una edad que no os voy contar (para que no me llaméis mentiroso) que sucedió aquello.
Fue como un relámpago de luz en el corazón de la oscuridad.
Llego, y se quedo para siempre, la prueba de que el mundo no era para nada lo que yo hasta entonces había pensado y se me había permitido creer.
Termine acuclillado, con la espalda contra una pared, el cuerpo encogido frente al desnudo y débil sol de aquella tarde. Y, allí, a golpe de urgencia me vi enfrentado a que la realidad no era tal cual la había pensado, creído, sentido... que la realidad fuera lo que fuera, y no sabía lo que era, no era aquello, no. Era otra cosa, algo desconocido y poco o nada amistoso.
A nadie le conté mi secreto descubrimiento. Han pasado los años pero aun ahora no puedo.
Lo que importa es que aquella tarde murió la mirada ingenua e inocente. Podré volver a ser engañado más nunca más como lo fui hasta entonces.
Aquella tarde, por necesidad y que no me quedo más remedio, murió el arquitecto y nació el filósofo.
Mi filosofía no es como la de Aristóteles, pues yo no soy un filósofo si no un arquitecto obligado a ser filósofo que es distinto.
Esa teoría según la cual un filósofo nace de la afortunada coincidencia de dos cosas; una la tener mucho tiempo libre por la que un esclavo jamás podrá ser un filósofo y por otro lado la de ser alguien que además de disponer de ese tiempo resulta que es un filoesteta, alguien para el cual la belleza resulta profundamente atractiva y encuentra que nada hay más hermoso que la verdad y bla, bla, bla y requeteblabla.
No.
Mi filosofía es la de un esclavo que busca descubrir como romper sus cadenas. No la de un amo ocioso que busca satisfacer su propia curiosidad sobre como funciona el mundo y sobre todo terminar creyéndose lo que le apetezca creerse, lo que le parezca bello.
Yo soy un esclavo que sabe que la verdad rara vez es hermosa, pero que descubrirla es parte del camino hacía la libertad.
Y, esa es mi filosofía. No otra cosa.
Es la de un niño que descubrió que el mundo no era lo que le habían hecho creer. Qué no sabía lo que era el mundo pero descubrió que no lo sabía. La de alguien que se descubrió desorientado y que por ello mismo sintió una férrea y urgente necesidad de orientación y como ese niño acaba de dejar de tener fe en los adultos se vio en la necesidad de buscar esa orientación por si mismo.
Mi filosofía no tiene otro secreto que eso: desear comprender para poder decidir con menos probabilidades de equivocarse en temas cruciales para mi propia vida. Es una filosofía que nace de la vida para la vida.
Por lo demás, 45 años después, sigo siendo el mismo niño que era entonces. Nada a cambiado. Salvo por el pequeño detalle de que ahora sé lo que necesito para construir la ciudad de mis sueños y no es ni barro ni hormigón; no necesito acero, ni cristal; ni techos, ni muros tampoco.
Pero una vez comprendí todo eso, ¡tantas décadas después! me encontré con el mismo problema que aquella tarde. Aquella tarde se me termino el barro y salí a buscar agua para hacer más barro, fue entonces cuando sucedió "aquello". Para la ciudad que añoro también necesito "agua" aunque no sea esa misma agua. Y, yo no tengo esa agua, ni modo de conseguir suficiente. La última tarde que pase como estudiante de filosofía fue también la tarde en que comprendí que me faltaba ese "agua" y no tenía de donde sacarla.
Fue una tarde triste, espantosamente hiriente y una noche aun peor.
Aquella tarde, esa otra, abandone mi sueño para siempre.
Dos sueños he tenido en la vida, mi ciudad de barro fue uno de ellos. Pero desperté de ese sueño como unos años después tendría que despertar del otro.
Y, esto es lo raro: que ahora que ya no tengo esos sueños, uno de ellos, mi ciudad de barro, llama a la puerta y me invita a dejarla entrar de nuevo, me suplica regrese al arrollo en cuya orilla le daba vida. Y, ahora que no soy un niño, pese a ser el mismo niño, miró y veo que tiene razón: el arrollo desborda barro, tanto que en verdad parece suficiente para llegar hasta a las estrellas cabalgando sobre el.