21 febrero 2009

El rompeguevos



Aquel sábado, noche, me encontraba en un bar. Solo y esperando me sentía como un pulpo en un garaje. Para disimular me pedí un tequila y me senté en un lugar apartado. La espera se me hacía difícil. Fue entonces cuando alguien se acerca y me suelta quien es, por si no lo recuerdo y afirma de paso que el es un gran rompeguevos y esta orgulloso de serlo. Se quien es, el marido de una amiga de una gran amiga mía. Bueno, pues bien, al menos ahora tengo alguien con quien hablar. Pero el hombre no parece muy contento con mi forma de tomarme el asunto. No comprende que, pese a lo que dice, su charla me viene bien. Me mira y remira; finalmente con los ademanes de quien se saca un as de la manga me pregunta, ingenuo, si se lo que opina de mi su mujer. Mi cuerpo responde por mi: “ni lo se, ni creo que importe”. Pero el por lo visto si lo juzga importante y con una sonrisa viciosa va y lo dice: “ pues ella piensa que eres buen chaval, pero un poco imbecil”. Vuelvo a encogerme de hombros, la verdad es que estoy indefenso. No le puedo decir lo que de verdad opino por dos razones primero por no arriesgarme a ponerlo en fuga; segundo. por si fuera amigo de la persona que estoy buscando y tercero porque no soy capaz de traicionar a mi amiga contando a este hombre, por ejemplo, porque su mujer se sigue acostando con él. Por lo tanto, me preparo para pasar un rato largo tragándome la vergüenza ajena que ya me asalta y me consuelo que es un precio pequeño a pagar si con ello logro que la espera me pase más de prisa.

Mi actitud, por lo visto le decepciona. De nuevo se me queda mirando, se le ve pensar y finalmente me lanza otra pregunta, que si se algo de ordenadores, que algo si, claro, pero que más bien poco y que de hecho yo incluso diría que nada, le respondo y no se que le pasa que de repente su estatura parece aumentar unos dos o tres centímetros a la vez que me suelta un “¡levántate!” como yo no le había escuchado a nadie desde mis años de niño y escuela franquista. Se diría que le parece natural que yo obedezca y por supuesto lo hago. Me señala sobre una mesa un ordenador y me ordena encenderlo, pero no hace falta, me siento, muevo el ratón y ya aparece el escritorio. Entonces oigo una nueva orden entrar en Google y entro. No sin antes quedarme por un momento mirándolo, preguntándome de que va y a la vez reprochándome a mi mismo por ser un mal pensado y pidiéndole a los cielos que no este pretendiendo obligarme a mostrar toda mi ignorancia en informática para acto seguido dejar bien claro que opinión le merece a él, y a toda persona digna de respecto, que haya en el mundo personas tan patéticamente ignorantes como un servidor … si no al contrario, que lo que este buen hombre intenta es darme unas clases gratis con las que tratar de paliar mi susodicha ignorancia.

El caso es que me llega una nueva orden. Teclear un nombre; cosa fácil, incluso para mi, por lo que sorprendido porque no me ordene vete tu a saber lo que, de nuevo me lo quedo mirando y le pregunto que nombre quiere que teclee. En mala hora se me ocurrió preguntar, pues ostentosamente hizo gala de que opinión le merece quien no sabe elegir un nombre por si mismo. Que cualquiera, de acuerdo, obedezco.

Así como os cuento fue como comenzó el final de esta historia. Mientras daba gracias por el hecho de que su desprecio solo fuera expresado con gestos y no con hirientes palabras, teclee un nombre y dos apellidos. Y, enseguida me llega la nueva orden. “¡ dale al enter!” y yo le doy. Se le puso entonces la misma cara que se me pondría a mí si viera un cerdo volando. Por un momento temí haber hecho algo mal. Ante aquella cara me quede sin saber que hacer, lo confieso, por fortuna el vino en mi ayuda con una nueva pregunta en ese tono suyo que ya me era familiar. En momentos como ese que alguien te haga una pregunta cuya respuesta conoces y nadie te lo puede poner en duda, la verdad es que, se agradece. Corrí a responderle pues no sabía si volvería a tener ocasión de satisfacer alguna de sus preguntas futuras y quería dejar claro que esta al menos si sabia responderla.

Era mi propio nombre y con mis dos apellidos. Pero si esperaba que me felicitara por saber al menos eso me equivoque, totalmente, pues entonces si que puso una cara rara que no doy con la forma de describir. Recomponer la cara le llevo un tiempo, pero tras conseguirlo de nuevo pregunto, y en un tono nada habitual en él, si de verdad ese era mi nombre. Eso si que me dolió. Una cosa es que me digan a la cara que soy imbecil y otra muy diferente que no se corten un pimiento y me suelten que hasta dudan si sabre o no como me llamo. He de confesar y confieso que por un instante perdí el control y lo que yo opinaba y de verdad sentía se adueñaron de mi mirada, mi cara, de mi cuerpo todo y de mi voz. Se quedo entonces mirando el monitor, como si le buscara grietas, primero para bajo, luego para arriba, una vez más para bajo y otra para arriba y vuelta a empezar. Yo esperaba una explicación, una orden, algo, pero no hubo nada de eso. Pasaron unos segundos más, se dio la vuelta y se fue. No lo he vuelto a ver desde entonces.
Con frecuencia me he preguntado que le sucedió aquella noche.

Llegue a pensar que fue mi modo de tomarme el asunto lo que le termino cansando y puso en fuga. Pero hoy creo saber la verdad. Leyó los resultados de la búsqueda que dio Google. Creyó que todos esos Manuel Fernández Martínez que llenaban el monitor eran paginas mías o relacionadas conmigo. Que yo era todo lo contrario de lo que decía ser. Se sintió burlado, humillado y huyo.

…Así fue como una vez más el pobre de Miraflores se quedo encadenado a su amarga soledad.

No hay comentarios: