12 agosto 2009

El poeta

La que os voy contar es una historia que no me pertenece y cuyo comienzo desconozco; pero, dado que la he de comenzar por algún lado, la iniciare por el final.

Era una tarde, de verano creo recordar, una tarde como otra cualquiera. Una tarde que no cambio nada, pero sin la cual yo no conocería el final de esta historia.

Aquella tarde...

Me encontraba trabajando en el hospital Provincial de Santiago de Compostela, en la segunda planta, en el pasillo de la izquierda según se sube. Éramos varias enfermeras, dos auxiliares y un celador para atender a los pacientes de unas dos docenas de habitaciones. Y, de momento todo había ido como debía ir, sin problemas. De hecho es aun así como transcurre aun hoy aquella tarde en mi recuerdo.

Y, sin embargo...

Sobre las cinco, la hora en que auxiliares y celador van habitación por habitación buscando pacientes que levantar al sillón, que movilizar en la propia cama si ni sentarse pueden, a la búsqueda, caza y captura de pañales sucios que sustituir por otros... y, en general a cualquier otra cosa que de cerca o de lejos tenga algo que ver con la comodidad de los pacientes... fue en ese momento, que las palabras de las dos auxiliares y una de las enfermeras me interrumpieron mis propios pensamientos, que ya no recuerdo cuales eran.

...Entre ellas hablaban de un paciente, “que no se os olvide... bla, bla, bla”.

No recuerdo lo que. Mirarle esto o lo otro, supongo que lo de costumbre, un “ver si...” o un “mirar que...”, lo que fuera, da igual. Importa que ellas parecían conocer al paciente, de los días anteriores y aunque yo aun no lo había visto, por las palabras que eligieron para referirse a él, sentí, que de las cuatro personas que en ese momento nos encontrábamos en esa parte del pasillo, las tres que hablaban y el que solo escuchaba, de las cuatro, solo este ultimo, quizá, supiera realmente de quien estaban hablando.

Hoy en día, en nuestra sociedad, tarde o temprano, todo el mundo acaba pasando por el hospital. Por ese edificio desfila la sociedad entera, como visita, cuando solo se visita; como acompañante, cuando toca y como paciente, cuando mal que nos pese también nos toca serlo. Por eso no tenia nada de extraño, que allí, aquella tarde, un paciente, de entre unos cuarenta que habría, pudiera ser conocido mío. Si acaso lo que me sorprendía es que tras diez años sin tener noticias suyas el “poeta” hubiera vuelto a aparecer en mi vida.

En efecto, era él.

Estaba solo, entre sabanas de la única cama de una habitación individual. Si consciente o inconsciente imposible saberlo. Respirando con dificultad. La piel húmeda por un sudor que no pareció provenir para nada del calor de aquel verano.

Allí estaba.

Pronuncie su nombre, pero creo que nadie me oyó, ni la auxiliar demasiado ocupada atendiéndolo, ni él, cuyo cuerpo estaba allí y su mente, estoy seguro, en alguna playa del sur de España, que piso en su juventud.

El hombre agonizaba. Solo.

Solo, sin nadie que se doliera a su lado.

Solo, sin nadie...

Solo...

¡No!

¡Yo sé que solo no!

Allí, cierto, no había nadie más que una auxiliar, un celador y un cuerpo moribundo.

Pero el hombre que habito ese cuerpo, cuando yo le conocí ya estaba muerto. No muerto de la muerte que a todos nos ha de llevar, eso es verdad, pero muerto y bien muerto. Muerto de “muerte blanca”, de esa clase de muerte que se te lleva sin dejar rastro, huella ni cadáver. Esa clase de muerte que los médicos no llaman así. Esa clase de muerte cuya existencia solo unos pocos sospechan y todavía menos conocen...

Perdonadme, no me estoy explicando.

Pero permitidme ahora que os cuente como conocí a este hombre, cuyo cuerpo vi. agonizar.

Fue hace de esto unos diez años, más no creo. Una noche. En Santiago de Compostela. Finalizando el curso. En una fiesta de estudiantes. En un piso alquilado por tres de esos estudiantes y un pintor y poeta que se ganaba el pan ofreciendo sus poemas y pinturas por las calles de Santiago.

Yo que recuerde, nunca antes le había visto y aquella noche tampoco me había a mi venido a cuento fijarme en él. Era simplemente uno más de los treinta o cuarenta que por allí andábamos, entre alcohol, música,…

Ni el se fijo en mi, ni yo en el.

Pero al final,...

En fin, las cosas no siempre terminan siendo como empezaron.

Por una vez que realmente me lo estaba pasando bien en una fiesta, va y surge un mal rollo de celos, si de esos que revientan cualquier animo festivo y que por supuesto aquí no vamos a relatar, pero que... me retiene clavado en el lugar de donde ya me habría ido de no ser por el mal rollo y mi intento de neutralizarlo, disolverlo y eliminarlo. Así fue como le conocí.

Fuera porque los malos rollos espantan a la gente o porque ya fuera hora de continuar la fiesta en otra parte o por una combinación de ambas razones... Cuando me di cuenta el lugar parecía desierto. Allí solo quedábamos una mujer secándose las lágrimas y, yo que continuaba sin entender muy bien lo que había pasado. Dos personas, no ya treinta o cuarenta, pero tras percatarnos del que nos pareció repentino silencio, decidimos irnos, salir, Pero, no pudo ser. Algo nos detuvo.

Yo probablemente me habría ido sin más de todos modos, pero ella es unas diez veces más compasiva que yo para esas cosas y para colmo su perspicacia para detectar esas cosas es, tirando por lo bajo, otras diez veces mayor que la mía. Por lo tanto, no nos fuimos, nos quedamos.
Un rato más.

Sentado en el suelo, al lado de la puerta por donde habían salido todos los demás había un hombre.

Ella se paro, se acuclillo a su lado, con la derecha, al hombre le levanto el rostro que este tenía enterrado en el pecho. El hombre la miro, “se han ido”, le dijo. “¿y, tu?”, le pregunto ella y el hombre se encogió de hombros y volvió a enterrar el rostro. Así que nos quedamos.

Uno sentado, una acuclillada, otro de pie; y, pronto uno sentado y dos acuclillados; pero, finalmente, allí solo había tres personas sentadas. Fue entonces, cuando por fin el hombre pareció comprender que no nos pensábamos ir hasta que no respondiera a mi compañera de un modo que a ella le pareciera satisfactorio.

Volvió el hombre a levantar la cabeza, esta vez por iniciativa propia, nos miro y fue entonces cuando comenzaron sus lagrimas y con ellas su relato.

Se remonto a los días en que salió de la cárcel, nos contó lo que le había llevado a ella, como era él entonces y como lo miraba la gente que el respectaba.

Para alguien como yo es difícil saber lo que se siente cuando todo tu entorno te admira. Por eso soy consciente de que no fui capaz de comprender todo lo que nos dijo.

El caso es, en la medida que lo comprendí, que el si era admirado. A los ojos de toda la gente que le importaba él era un héroe, el hombre ideal hecho carne y hueso. El veía esa admiración en esos ojos y sus propios ojos se llenaban de ella. Pero, si también él se tomo así mismo por un heroico ejemplar de ideal de hombre... yo eso ya no lo sé.

Solo nos contó que así fue como entro en la cárcel, como permaneció en ella y también como salio de ella. Lo que si nos aseguro es que siempre se considero un hombre valiente y demostró serlo una y otra vez. Al fin y al cabo pocos pueden presumir de ser uno del primer puñado de insumisos que entre ir a la cárcel y hacer la mili osaron no hacer caso al miedo.

El fue uno de ellos, en esa época en que los insumisos iban a la cárcel sin saber que iba ser de ellos una vez dentro. No como iban años más tarde.

Fue al salir de la cárcel cuando su vida dio un brusco y definitivo giro.

Deicidio quitarse el olor a rejas viajando al sur.

Al principio todo fue bien.

Conoció una mujer, que le ayudo a quitarse ese olor y no solo en las aguas de una playa. De hecho el olor se fue, pero no solo el olor, con el se fueron muchas otras cosas. Se le fue el interés que tenía por las mujeres, si no era por esta en concreto. Se le fue la seguridad que sentía en si mismo. Perdió la sensación de libertad que ni dentro de la cárcel había perdido. Perdió el placer de depender solo de si mismo.

Se enamoro.

De repente el amor y el sexo dejaron de ser un hermoso pasatiempo.

Antes era una fiesta, ahora en cambio un compromiso.

Nuestro hombre se asusto.

Se fue.

Huyo.

Tomo el tren y se dispuso a perderse en la distancia.

Y, ella quedo atrás.

Pero seguía en él. De alguna manera no lo dejaba. Mirara a donde mirara, hiciera lo que hiciera, tratara de pensar en lo que tratara de pensar, seguía sintiéndola, como se siente a la persona amada, cuando se ama de verdad.

Comprendió que estaba loco.

Loco de miedo.

Que no era libre sino esclavo del miedo.

Y, se bajo en la siguiente estación.

Y, tomo de nuevo un tren.

Pero, cuando el nuevo tren llego a la playa, cuando de nuevo el hombre piso la arena...era tarde.
El aun estaba huyendo cuando ella entro en la mar y ya no salio.

Entonces, pareció, por largo rato, que el hombre ya no tenía nada más que decir. Los tres permanecimos en silencio.

Y, el hombre volvió a hablar. Sobre lo estúpidos que somos los seres humanos, lo fácil que le resulta al miedo, la vanidad, la ira, la presunción... hundirnos la vida. Lo peligrosos que son los silencios.

La importancia que tiene no confundir traicionarse a uno mismo con ser fiel a uno mismo.

Lo vital que resulta, en lo que de verdad importa no mentirse a uno mismo.

En que la libertad consiste en no ser perfecto y saber no avergonzarse por ello.

En que no basta con amar, si no se sabe amar.

Que amar no es necesario, pero fingir amar es de tontos y fingir no amar de locos.

Que al final todos vamos dar a la mar y entonces ya es tarde. Que lo que haya que hacer debe ser hecho antes.

Que esperar el momento oportuno es la forma más segura de perderlo

… y, el hombre hablo y hablo.

Y, entonces, por su boca salio el más bello poema de amor que pueda existir. Os lo juro.

Y, volvió el silencio.

Luego, dijo solo una cosa “lastima que no lo haya apuntado, ahora ya nadie lo recordara”.

Entonces ella, mi compañera, se levanto, en dos zancadas atravesó la puerta y se lanzo a correr escaleras a bajo. Me levante, espantado y corrí tras ella, saltando las escaleras de tres en tres y de cuatro en cuatro... movido por el miedo a que ella saliera a la carretera en ese estado. La atrape justo en el portal. Ahora era ella quien lloraba. La abrace y nos fuimos a casa.

Que yo recuerde jamás volvimos hablar de aquella noche, y nunca le pregunte que la hizo correr de ese modo, pero tampoco me hace falta. La conozco muy bien.

Diez años más tarde, el cuerpo agonizante de un mendigo, era todo lo que mis ojos podían ver del poeta de aquella noche. Pero, hasta el día mismo en que mi propio cuerpo agonice yo tendré en mi memoria, fresco, el recuerdo de aquella noche, de la persecución escaleras abajo y de un poema que ya nadie recordara, ni yo siquiera y que sin embargo jamás se me olvidara.

1 comentario:

Nes dijo...

Una historia triste, pero muy bonita a la vez.