29 julio 2009

De la amistad (III)



Llegue a Madrid y nada fue como esperaba; y, salvo una cosa, todo fue como debiera haber esperado.

Ella es mi mayor amiga y es mucho lo que hemos vivido juntos. A las dos semanas de estar en Madrid yo ya me había percatado de que pasaba algo que me parecía raro. Apenas la veía.

Quedábamos unas horas muy de vez en cuando, comida incluida y eso era lo raro. Puede que os parezca sin embargo normal, pero no la conocéis. Ella es esa clase de persona a quien le duele encontrarse una mosca aplastada en el suelo. Y, no me entendáis mal, por favor, lo que le duele es la mosca y el sufrimiento que se imagina paso la mosca, no la mancha. Y ella conocía mis circunstancias en Madrid, para colmo me aprecia de un modo especial y por supuesto se lo pasa bien conmigo y por lo tanto todo eso, junto, hacía que me resultara raro que no me dedicara más tiempo. En otra persona me habría parecido normal, pero en ella me chocaba

Dos semanas antes de volver a Galicia yo ya había decidido que visto lo visto en Madrid me volvía a casa y abandonaba viejos sueños, sin realmente haber llegado a luchar por ellos, por eso de una retirada a tiempo es una victoria, en este caso media. La llame y se lo dije por teléfono, entonces rompió a llorar.

Es culpa mía, por no haberte cuidado lo suficiente, me dijo.

Bueno, yo no me sentía muy cuidado, eso es cierto, pero tampoco se me ocurrió pensar que hubiera culpables. Pero de creer en culpables los habría buscado en un pasado muy lejano. Nunca en ella.

Insisto en que la conozco muy bien.

Pero hablar por teléfono no es hablar cara a cara, ese día no logre gran cosa. Pero quedamos para comer juntos al día siguiente.

Esas cuatro horas las dedicamos a tratar inútilmente de encontrar forma de contactar con el viejo amigo que nos presento (¡lo que son los años y su paso!), contarme ella lo que le sucedía y yo a dar mi opinión sobre ello.

Mi amiga tiene una madre en relativo buen estado de salud pero que necesita de casi permanentes cuidados, hasta el punto de que para ella salir al ciber a enviar un mail a su director de tesis le puede representar un problema en casa. Por lo tanto al novio lo ve, por motivos de trabajo, un par de horas en medio de la semana y, por el mero placer de verse, unas horas también la tarde del sábado y otras pocas las mañanas del domingo. El hombre lleva aguantando así dos años y esta hasta las narices.

Ella a diario se come los reproches de la madre, y, cada vez que lo ve, los reproches del novio.

De donde no hay no se puede sacar, que dice el refrán y aun así ella sacaba el tiempo que podía para mi, incluso de donde dónde no lo tenía. Y, seguía sintiéndose culpable.

Culpable por tener abandonada a su madre. Culpable por tener abandonado a su novio. Culpable por tener abandonado al amigo. Culpable, culpable, culpable.

No es fácil sentirse inocente cuando alguien a quien amas te siente y cree que eres culpable y sincera y honestamente te lo dice, una y otra vez otra y Todo ello día tras día, cada día que le ves.

Cuando ese día nos despedimos creo que ya habíamos logrado que independientemente de lo que opinaran su madre y su novio ella comenzara a analizar y por lo tanto juzgar su presunta culpabilidad de un modo objetivo.

Poco después escribí para ella El arte del espejo (I) y lo subí al blog.
Unos días después volvimos a vernos. “¿Te acostaste con las dos?, fue entonces su único comentario sobre lo del blog. Tarde en comprender lo que esa pregunta significaba.

Mi amiga se había juzgado, encontrado y declarado inocente.


Fue la única cosa buena que realmente hice en Madrid y esa desde luego era la mejor forma en que ella podía ayudarme, haciéndome sentirme útil, pues la soledad la soporto muy bien, en cambio el sentimiento de inutilidad, de que mi vida es nada

Esso sinceramente me mata

1 comentario:

Nes dijo...
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